Me van a permitir que omita el nombre de nuestros portagonistas, pero sí que me han dado permiso para contar esta historia. Ocurrió la otra noche, en ese retiro veraniego donde intento solventar todo aquello que hice mal durante el año. Que no es poco.
Tres jerezanos, quedamos para ver la final del Sevilla. Allí, en la lejana playa de los Alemanes, en lo más alto de su montaña, un buen VORS de palo cortao y un buen queso, hacían mágica la caída de la tarde mientras el equipo de Lopetegui demostraba lo que ya todos vimos. Al final del partido, y tras maldecir a Reguilón por quitarle la foto a Jesús Navas, llegó el momento de tomarnos un Brandy de esos que salen solo de los tuétanos de las bodegas de la ciudad, donde no llegan los rayos de luz.
Copa de balón y trago. Al levantar la mirada, todavía saboreando aquel caldo de dioses, me percaté que en la pared había un pequeño azulejo del Santo Crucifijo de la Salud. Me extrañó. Ya que aquella familia, no es que sea muy de ambientes cofradieros, y si lo son, inteligentemente están apaetados de este maravilloso, pero inquietante mundo. Ustedes me entienden.
Quise saber la historia de cómo llegó allí esa maravilla de azulejo. Me contaron, que hace unos veinte años, alguien llegado de Jerez a una comida en aquel rincón, lo trajo envuelto cariñosamente como un presente a la familia. Sin duda, un detallazo de aquel cofrade que aún sabiendo el poco apego a este mundo de aquella familia, regaló de corazón al rey de sus devociones.
Y así recibieron al Santo Crucifijo en aquella casa una tarde de otoño, con el mismo cariño que se lo regalaron. Por ello, el fino azulejo, fue colgado en la pared como agradecimiento a aquel hombre.
Pasaron los meses, y los vientos de levante y los temporales del Estrecho azotaron la casa, y un día, el azulejo apareció en el suelo después de haberse caído desde una altura considerable. A su alrededor, yacían los macetones de barro rotos que se habían caído de lado a ras de suelo… pero el Santo Crucifijo, allí estaba, boca arriba, intacto entre tanto desastre del invierno. No se había roto milagrosamente en ni un solo trozo.
El matrimonio, que todavía a día de hoy sigue sin dar crédito de aquello, lo cogió como cuando lo cogían para llevarlo a la Capilla del Sagrario cada Miércoles de Ceniza, y lo volvió a colocar en el mismo sitio, pero esta vez, incrustado en la pared de la casa, para que nunca más la naturaleza pueda dejarlo caer.
Desde entonces, la salud se hizo dueña de esa casa; llegaron más de media docena de nietos, y la prosperidad y la paz colman a esta familia sin que se conozca ningún problema grave de salud.
Se terminó mi copa de Brandy, y allí con el sonido del mar de fondo, tras rezarle en silencio para no molestar (por si acaso) se quedó el Santo Crucifijo con su pequeña historia a cuestas, vigilando la casa, a la familia, e imponente ante el Estrecho por donde ve pasar la vida desde su retablo blanco de cal marina.
Las cosas del Santísimo Crucifijo de la Salud, al que agradezco poder haberla conocido para contarla, y para que la hermandad si lo tiene a bien, la recoja y la guarde en sus archivos y todos sepan de aquello que ocurrio hace veinte años muy lejos de Jerez, con su imagen como bendito protagonista.
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