Eran sobre las nueve y media de la noche del domingo previo a Pentecostés. Bastante rato antes de la caída del sol que marca la tradición, la Virgen del Rocío volvía a mirar a los suyos frente a frente. Sin complejos. Sin ocultarse nada ni guardarse nada para dentro. Las casas, las gentes, las calles de la Aldea, los peregrinos, las escopetas, los mayores, los jóvenes, los de Almonte, los de fuera, todo y todos... y la Ermita, sólo tenían un objetivo claro y un deseo común: ver a la Reina de las Marismas reinar de nuevo en su Santuario.
No había más. Casi no había ganas de nada más. Llegar y ver a la Virgen en su casa. Así fue. Así se soñó desde agosto de 2019, casi tres años completos... y así se hizo. Así se pudo hacer... por fin.
Por eso, la procesión desde el Camino de los LLanos hasta que la Virgen ya descubierta del pañito llegó a su Ermita, duró menos que en otras ocasiones. Fue bastante rápida. A veces hasta veloz. De hecho, el habitual parón en la puerta casi no existió. La Pastora llegó, se dio la vuelta, y para adentro, dejando atrás algo más de 24 horas de traslado.
Esa fue la razón de la más intensa ovación de la tarde cuando la Virgen fue colocada de nuevo en su altar, donde ahora espera la llegada de su romería para salir en procesión por su arena de siempre. Una ovación que fue de acción de gracias, y también de recuerdo. ¡Cuánta gente se nos ha marchado en estos años de vacío en la Aldea del Rocío!
Poco más se puede escribir. Es como cuando los hijos vuelven de noche a casa después de salir. ¿Saben ustedes a qué sabe esa puerta cuando se cierra? Pues esa es la misma sensación que los rocieros sentimos este domingo, cuando la Virgen volvió. Estaba en Almonte, con los suyos... pero ahora está en su casa.
Y eso... eso es otra cosa...
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