“Cien años de Soledad” por Antonio Gallardo

09/07/25 Cofrademanía Antonio Gallardo Monge

En esta tierra de vino y sol que es Jerez, donde el aire canta y dobla las esquinas como una media de Rafael Paula y las calles aún guardan ecos de la antigua seguiriya de Manuel Torre, hay un silencio que duele. Un silencio hondo, seco, como el que se posa en la rama cuando el ruiseñor ya no vuelve. En este año de 2025, en el centenario de su nacimiento, Antonio Gallardo Molina —poeta del pueblo, artesano del alma andaluza, el poeta de las cosas de Jerez— camina en soledad –como ángel color de rosa- por la memoria de su ciudad. Yace olvidado en las sombras de los aplausos que un día lo nombraron, en el rincón polvoriento donde Jerez guarda lo que no quiere mirar.

Y eso que nunca quiso irse. Jamás. A Gallardo le ofrecieron escaparates, escapar, ciudades grandes donde el nombre se imprime más gordo y la firma se paga mejor. Pero él eligió quedarse. Pasear por la Plaza del Arenal, tomarse su café en el bar Cristina, escribir desde el corazón de su gente y su tierra. Nadie ha escrito mejor —ni con más verdad— sobre la Feria del Caballo, ni sobre la Semana Santa que huele a incienso de infancia, ni sobre caballos cartujanos que trotan con alma entre volantes y albero, ni sobre el Rocío, dejando que creciera como esa mancha de aceite que nadie sabe borrar. Nadie ha cantado como él a la Navidad con sus villancicos siendo el único en los años 60 que traspasó las fronteras de Jerez para que los cantara España entera. Nadie ha llorado como él en los rincones del flamenco y la copla. Ni los vinos de Jerez han tenido mejor letrista.

Y sin embargo, ahí está: en soledad. Mientras durante tres años se ha venerado, con razón pero sin equilibrio, a figuras más internacionales, -a las que él precisamente encumbró con sus composiciones- más universales, más exportables, Gallardo Molina ha quedado en la penumbra. Incluso hay quienes presumen de jerezanía con fundaciones a su nombre, pero que prefieren el relente de Sanlúcar antes que el calor de la calle Larga. Figuras que pisan el adoquín como si les pesara, pero pasean por otras orillas con más entusiasmo que por la suya.

Para ser justos, la familia conoce y agradece el interés sincero que han mostrado María José García Pelayo y Paco Zurita por el cariño personal que le tenían y entendemos que tienen poco tiempo y grandes responsabilidades y nos emplazamos a una futura reunión.

La Cátedra de Flamencología han sido los primeros en poner en conocimiento para rendirle homenaje. Pero por mucho que se hable de un futuro tributo en la Feria del Libro, o de actos anunciados a título individual a través de la prensa, lo cierto es que nada concreto ha llegado aún a quienes más cerca llevamos su apellido y su memoria. Algo que a todas luces parece insuficiente para uno de los más completos artistas del pasado siglo. Está feo que yo lo diga, ¡sí! quizás me pueda el cariño o la herida abierta en el pecho de una ciudad que olvida a quien mejor la soñó. Este artículo no es un homenaje. Es un grito, seco y claro, para que Jerez escuche, recuerde y se mire al espejo sin miedo. Porque quien olvida a sus poetas, termina viviendo sin alma. Y Gallardo Molina no fue un poeta cualquiera: fue, y sigue siendo, la voz callada de lo que esta tierra esconde.

Y tal vez por eso, este centenario suyo —tan lleno de silencio, tan huérfano de justicia— se parece demasiado al título de aquella novela inmortal: Cien años de soledad. Porque enJerez, a veces, hasta los más nuestros tienen que morirse dos veces: una en el cuerpo... y otra en el recuerdo.

 

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