En un mundo desacralizado en el que tantos chavales pasan la mayor parte de su tiempo ante una pantalla de móvil o de un ordenador, parece casi un milagro que algunos encuentren en la Iglesia un punto de encuentro ilusionante.
El viernes pasado, en nuestra casa de hermandad, mientras el equipo de Mayordomía y el grupo joven daban los últimos toques al pasito de la Cruz de Mayo, apareció un chaval de unos 11 años, que se asomaba tímidamente por la gran puerta entreabierta. Miraba con inusitada admiración aquel paso con la Cruz desnuda, que un grupo de hermanos adornaba con claveles. Me acerqué a él intuyendo su timidez y lo invité a pasar.
-Me gustaría cargar pero no soy hermano, me dijo.
- ¿Y qué? Le respondí. Esta casa es de todos y esa Cruz también. Sólo que tienes que igualar y eso ya no es posible. El año que viene contamos contigo.
Con más confianza, se adentró en la casa y le presenté a la responsable del grupo joven, que estaban afianzándose en la Cruz de flores del patio. Esa Cruz de dolor y de esperanza que nuestro Señor nos dejó por puro amor a la humanidad.
Y pensé con alegría que todo aquello era bueno. Que ese grupo de jóvenes estaba trabajando alrededor de aquel símbolo que Santa Elena adoró hace casi 2000 años. Que la fuerza de Dios obraba a través de nuestras hermandades, sembrando ilusión en los niños y atrayéndolos hacia su Iglesia. Y si somos apóstoles del siglo XX, saber enseñarles el sentido de esa Cruz y hacerlos verdaderos testigos del que murió en ella. Quizás entonces , forjaremos mejores cristianos y buenas personas que llenen sus vidas de Cristo.
Quizás entonces vayamos a los templos no solo para bautizarnos, hacer la Comunión, casarnos o recibir el último adiós. Quizás entonces entendamos aquellas palabras de Jesús... “Dejad que los niños se acerquen a mí, porque del que es como un niño, es el Reino de los Cielos".
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