¿Cuánto vale que Dios visite tu casa? por Andrés Cañadas

10/04/18 Cofrademanía A. Cañadas

Voy a hacer algo que nunca he hecho en mis ya más de veinticinco años como informador. Os voy a escribir en primera persona, porque creo sinceramente que debo de contaros una experiencia personal que me sucedía este domingo día 8 de abril, Domingo de la Divina Misericordia, en el barrio de La Plata. Sabía por Antonio Aguilar y por Enrique Soler, hermano mayor de la Candelaria y párroco de Santa Ana, respectivamente, que tras la misa de las once de la mañana, tendría lugar una procesión de impedidos, algo que siempre me llamó la atención, pero en lo que nunca había tenido la oportunidad de participar. Y allí me fui. Llegué tarde, y no pude estar en la misa, así que decidí tomarme un té y esperar fuera, a que saliera la comitiva.

El cortejo estaba compuesto por hermanos de la cofradía, que portaban cera roja, y era cerrado por un palio de respeto bajo el que el sacerdote portaba un portapaz plateado con forma de pelícano, donde un cáliz pequeño y dorado -algo que pude ver después- contenía varias Sagradas Hostias preparadas para la Santa Comunión. Como hago habitualmente, decidí hacer alguna foto, realizar un breve vídeo que emití en directo a través del canal de Facebook de esta web, y tomar algún apunte sobre los años que hacía que esta procesión no se realizaba. Le pregunté a Quirós, mientras una comitiva breve ingresaba en una de las casas del recorrido, y me indicó que Alfonso podría darme algún dato más fiable. Así fue. Alfonso Martínez, antiguo hermano mayor de la Candelaria, me comentó que hacía al menos cuarenta y cinco años que esta procesión no recorría la barriada. "Esto lo hizo en su día don Ventura, cuando estuvo aquí de párroco. Luego dejó de hacerse, y en los tiempos de don Antonio Bernal, no recuerdo que se hiciera nunca." Tomé el dato, le di las gracias, y me adelanté un poco a la comitiva, para hacer alguna fotografía más antes de irme. Tenía otros compromisos, y no era plan de llegar tarde.

Pero entonces me cambió la mañana. Escuche tras de mí que alguien me llamaba. Era Mi amigo Enrique. El cura. Me acerqué y me comentó: "En la próxima casa, quiero que entres conmigo." ¿Yo? - le contesté. "Sí, por favor." Así que de repente, me vi envuelto en esa intimidad pudorosa que solo compartían quienes entraban en las casas del itinerario. De hecho, confieso que me dio vergüenza inmiscuirme en algo para lo que ni estaba preparado, ni vestido para la ocasión. Y no pude escaparme, algo a lo que contribuyó el cariño inmenso que siempre me han profesado las gentes de la Candelaria. Dicho y hecho. Llegamos a la siguiente vivienda. 'Nene' me ofreció su vara, Antonio me indicó que le siguiese, y así fue que entré en una casa en la que nunca pensé entrar.

Olía a limpio en la cocina junto a la que pasamos, donde un grupo de cacharros se apilaban en la encimera. Algo más a la izquierda, un pequeño salón con la tele apagada, rodeada de fotos de niños y de jóvenes, algunos vestidos de comunión. Luego, un pequeño pasillo que conducía a lo que debían ser las habitaciones, y al final, una pequeña sala de estar, donde aguardaba una señora, mayor, vestida con una bata azul celeste abrochada hasta arriba. Frente a ella, una mesa de camilla con una botella de agua medio llena, un pañuelo, un plátano, y unos papeles, y a su derecha, otra mesa algo más pequeña, auxiliar, llena de cajas de medicinas. Incontables. Quizás veinte o treinta tipos diferentes de pastillas.

Enrique dijo: "Paz para esta casa. Buenos días. Venimos a traer al Señor, como antiguamente." La señora contestó: "Dios te lo pague, hijo". Luego rezamos un padrenuestro, arrodillados todos los que podíamos hacerlo en aquel pequeño espacio, y luego se dio la comunión a aquella mujer, antes de que aquel Sagrario portátil volviese a cerrarse, y llegase el momento de la despedida. Había que seguir hacia otra casa, donde también estarían esperando al Santísimo.

Al bajar por las escaleras de aquel bloque de peldaños grises y estrechos, sentí que algo muy grande acababa de pasar allí. De repente, aquella zona profunda del barrio de La Plata, escondida entre arcos y coches aparcados, de balcones pequeños llenos de ropa tendida aprovechando el solecito, y puertas cromadas de cristales esmerilados, se había convertido en testigo de unas emociones que ya no se podrán olvidar nunca. Me descubrí a mí mismo buscando un pañuelo en los bolsillos de mi chaquetón, algo que también compartía conmigo quien portaba la vara de hermano mayor. "Qué mañana más intensa y más emotiva.." -Me comentó el bueno de Antonio-

Así entramos en cinco casas más. Cinco puertas más, abiertas a los que llegábamos como escoltas inmerecidos del Señor, portando varas, y faroles, mientras en cada hogar, solo se escuchaba una frase: "¡Gracias por venir!". Me comentaron también, que lo previsto era acudir a una más, pero en las últimas horas había mediado ingreso en el Hospital, de aquel -o aquella- a quien ya no se pudo ir a visitar. Y así volvimos a la parroquia de Santa Ana, para reservar al Señor antes de la despedida de la asamblea. Me sentí lleno y vacío a la vez. Lleno por el orgullo de haber participado de la procesión más hermosa de mi vida, y vacío, por la lección de humildad, gratitud, y sobre todo Fe, que me habían enseñado esos mayores, a quienes ayer por la mañana fue a visitar Dios, en medio de su rutina.

Nos daban las gracias, allá donde entrábamos. No. Es al revés. Las gracias son las que yo doy a todos los que me permitieron estar allí para vivirlo, y a todos los que con su ejemplo, me permitieron estas líneas para contarlo. 

 

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