Que el Sábado de Pasión es una jornada condenada a perecer en el tiempo, es por todo el orbe cofrade sabido y aceptado, pero eso no es óbice para que mientras exista un nazareno de esta jornada con lumbre en el cirio de su papeleta de sitio, no podamos disfrutarla en su totalidad. Cosa que se antoja harto difícil, puesto que esta fecha en el calendario es la prueba inequívoca de que tenemos una ciudad grande, alargada, extensa,… tal y como algún día lo serán las seis hermandades que componen esta amalgama de quimeras y de barrios, y que no deberían de perder nunca la esencia de su alma, desoyendo si hiciera falta a los cantos de sirenas que se escuchan de vez en cuando desde el arroyo de los palcos.
Así, el estreno más notable se dio por el barrio de Picadueñas, donde una centena de túnicas de color hueso regresaron al frío mármol de casa con los dobladillos gastados de rezos, esos que se volvieron misioneros por el barrio de San Mateo. La zona sur volvió a adueñarse del centro por unas horas, ora para repartir Sed, ora para repartir Salud. Lo vivido en la calle Higueras junto a la talla de Fernando Aguado y la Agrupación Musical San Juan -junto al hacer de una cuadrilla de casta y coraje-, suena desde ya a detalle “cofrademania”; sabemos de alguno que desnudó unas cuantas lágrimas envueltas en fragilidades en aquel rincón de la ciudad.
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