La Cruz de Guía, original como pocas, antigua y llena de embrujo, abría camino a un sencillo cortejo de hermanos, con cera en la mano y mascarilla morada en el rostro. No eran muchos. Muchos más hubiesen querido estar. Pero es lo que tocaba en una procesión de traslado del Señor del Gran Poder a aquel rincón de Sevilla conocido como Los Pajaritos, que se convertía en histórico por mil razones diferentes.
De repente los ciriales... y alguien pidiendo silencio. Allí estaba el Señor. Sencillo, dulce, poderoso, grande, inmenso, arrebatador... y mil cosas más.
Despacio, entre murmullos y suspiros ocultos, las pisadas de quienes lo llevaban comenzaron a hacerse dueñas del mundo, capitanas del universo... y entonces se cruzaron las miradas, y tal y como pasa ante los momentos grandes de la vida, las gargantas se cerraron, y los ojos se desbordaron. Y no hizo falta nada más.
Fue un encuentro breve. El que quiso Él. Un encuentro cargado de recuerdos; de voces del ayer; de caricias de otra época; de caramelo y casa de la abuela; de fotos en blanco y negro; de pantalones cortos y rodillas con tiritas; de olor a periódicos antiguos; de viajes a Sevilla los domingos... y de nubes de primavera llenas de infancia y de nostalgia.
Fue así. Lleno. Completo.
Corto y eterno a la vez. Dulce y salado.
Maravilloso... y compartido en un abrazo que no olvidaremos nunca.
Con razón le llaman Gran Poder...
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