Aquella familia, como tantas de Jerez, había puesto a una de sus hijas el nombre de la Patrona. Se llamará Mercedes, dijo la madre, y así la bautizaron. Eran cuatro hermanos más, entre chicos y chicas, que vivían en la mitad de los años setenta allá por donde Jerez comenzaba su imparable expansión de Barriadas y urbanizaciones. Un hogar normal y corriente, como muchos, con sus alegrías y sus penas, con sus risas y llantos, con sus afanes e ilusiones.
Las Navidades acababan de terminar, pero esta vez pillaron a Mercedes con unas fiebres que no se iban. Aunque no les dieron más importancia que el achacarlas a un simple enfriamiento, a un resfriado o a una gripe de las que entonces no cursaban con misteriosos virus, como ahora. Entró Enero, volvieron los mayores a sus colegios y allí que estaba la niña, que no tenía los dos años, con su cara mustia y a veces encendida, cuando el mercurio del termómetro surcaba la barrera de los 38 grados. Las consabidas inyecciones, las visitas del ATS… pero la fiebre seguía… y la madre disimulaba su inquietud entre los hermanos mientras se afanaba en atenderlos a todos.
Pero aquella tarde, el termómetro dio la voz de alarma, y arañó los cuarenta. Mercedes dormitaba en su cama, esperando la visita del practicante. Afuera, el cielo se cubría de grises oscuros por el horizonte de las viñas, y apretaba el corazón de los padres empujándolo hacia la boca. Cuando llegó el practicante, notó algo raro en la niña y le cogió la cabeza. La miró a los ojos, movió su cuello y se temió que aquello podía ser más grave de lo que parecía. Sin dudarlo, se lo dijo a los padres, directa y sinceramente. Él no veía nada bien a Mercedes, por lo que debían irse a toda prisa al Hospital, porque había peligro. Podía ser encefalitis, así que sin dudarlo tenían que ponerse en marcha.
El llanto de la madre estalló como una bomba en aquella habitación. Un llanto, como sólo las madres lloran cuando algo suyo se rompe o se hiere. Cogió a la niña entre sus brazos y la besó incontenida. Y fue entonces cuando, sin pensarlo, o quizá porque ya Dios lo había pensado por ella, dejó a la niña en su cama y salió disparada. Y cuando le preguntaron adónde iba no dudó en responder: “voy a ver a la Virgen de la Merced, para pedirle que ponga buena a mi niña”. Una de las hijas, la que siempre pegada a la madre era como su sombra, una sombra rubia de largo cabello, le dijo: mami, yo voy contigo… y allá que con gabardina y paraguas salieron a la negra tarde de enero a buscar la Basílica de Aquella que siempre ha sido alivio de los males y bienhechora de jerezanos y devotos. Afuera, toda el agua de las lluvias de invierno caía como una bofetada tremenda y maltratadora sobre las desiertas calles y avenidas, mojando aquellas dos valientes mujeres.
A la altura del Colegio del Pilar, cuando el fragor del agua era insostenible, un coche de la Policía Municipal advirtió la extraña escena y se acercó a la acera para preguntarles que adónde iban con la que estaba cayendo. De nuevo, en aquel rostro donde el agua del cielo y del corazón se mezclaban, se dibujó el rictus de una tajante afirmación: vamos a la Merced, a rezarle a la Patrona. La Policía, conmovida y extrañada por la escena, no lo dudó: suban ustedes al coche, que nosotros las llevaremos.
En la Basílica, la puerta estaba abierta. Dentro, bajo la tenue luz de las lamparillas y las velas, en su camarín, La Patrona las vio entrar, como si hiciera siglos que aguardara el momento. La madre de la tierra posó sus ojos en la Madre del Cielo, y le imploró por su hija como sólo la Fe puede arrancar del alma oraciones irrepetibles. A su lado, la otra hermana miraba a la Merced y a su otra madre, y rezaba también. Nadie sabe cuánto rato estuvieron allí, ni si algún mercedario contempló la escena. Sólo la Virgen sabe lo que salió de aquel corazón que en aquellas horas de angustia, supo escuchar la voz que le decía que allá a la vera de la medieval muralla, había una Doctora de moreno rostro, que curaba los males como ninguna medicina de la tierra podía lograrlo.
Y porque así son las cosas de la Virgen, sucedió que, al volver a casa, la niña no tenía nada de fiebre, y jugaba con sus hermanas, y aquel extraño letargo no volvió jamás a dañar su cuerpo. Y por eso, desde entonces hasta ahora, cada 24 de septiembre, esa madre que aquella tarde supo adónde ir primero, acompaña a la Virgen en su procesión.
Han pasado los años, y como las fuerzas ya no son las mismas, y los huesos y achaques se dejan sentir, ya no puede ir detrás suya como antes. Cuando Merced salga a la calle entre olor de nardos y oraciones del pueblo, no sabemos si estará cerca de ella o se conformará con rezarle desde algún velador de la Porvera. Pero no faltará a su cita, porque este año, además, tiene también otras cosas que pedir, y otros consuelos que buscar. Con ella, irá la niña que en la ya lejana tarde de lluvias fue testigo de cuanto hoy se cuenta aquí. Es una historia más, de tantas que pueblan los siglos de devoción a la Virgen de la Merced.
La historia de una madre que no equivocó el camino.
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