Lo que el ojo sí vio: la despedida de un grande

Jueves Santo. Jerez. Luna de plata y Nissán enganchada a los primeros perfiles de la nueva madrugada. Tornería... y una hermandad buscando sus últimos momentos en la calle. Oración en el Huerto. Dominica. De Cristina. Rancia esencia de las cofradías. 

Venía el Señor junto al Ángel, mirando al Cielo. Orando al Cielo. Pidiendo al Cielo.

Cáliz de oro brillando entre los fuegos. Olor a aceituna y a sándalo y lavanda... y a romero del Huerto.

Sonó el llamador. Sonaron los tambores. Desgarro en los aires de la noche, de unas cornetas que arañaban los corazones. Que crujían dentro del alma.

Sólos él y el Señor. Y nadie más. Habían tenido que pasar cuarenta y dos primaveras para darse cuenta de todo lo vivido junto a Cristo. ¡Tantas ausencias! ¡Tantos hermanos! ¡Tantos amigos..!

De pronto no hubo nada más. Ni siquiera tiempo para una despedida más longeva. Decisión tomada. Punto. Así lo piden el cuerpo y la cabeza. Se va el capataz. El hermano mayor. El que tantos Jueves de Sagrario enseñó a su pueblo la dulzura de su Redentor.

A seguir en la pelea. Pero en otras peleas. Las que Él disponga.

Lágrimas calladas. Emociones y recuerdos. La vida entera delante de ese respiradero. Una íntima conversación con el dueño de todo. Quizás la última vestido de negro... mientras su gente cumplía órdenes que ni se daban...

Manolo Ballesteros. Un grande. Capataz. Siempre lo será aunque ya no toque el llamador. Aunque camine delante de la Virgen presidiendo la cofradía.

Hay despedidas que duelen aunque no sean nuestras. Esta es una de ellas.

La que arroparon las cornetas de Cádiz en Tornería, mientras luna y palmeras ponían epílogo en Jerez al Jueves Santo...

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