''Maruja...''

Particular. Muy particular. Todos los somos. Pero ella lo era más todavía. Era única. No. Lo sigue siendo. Porque las personas como ella no se van nunca. No desaparecen nunca. Quedan para siempre enganchadas a las cosas de verdad... tan de verdad, como era ella.

Se fue el viernes pasado. Tenía que ser en viernes, porque en su casa del Pozo Olivar era viernes todo el año. Viernes de morado y negro. Viernes de túnicas de raso, que iban siendo más grandes año tras año. Viernes de Soledad. Viernes...

Se llamaba Maruja Aguilocho, y tenía gracia a raudales. Pequeña de cuerpo, inmensa de corazón. La madre de todos. La tata de todos. La abuela de todos.

Puertas siempre abiertas; siempre una ocurrencia preparada; siempre una pregunta por los tuyos, con sinceros deseos de que la respuesta fuera amable. Siempre atenta, dispuesta, sacrificada, entregada, y lo que hiciera falta...

No ha habido nadie que no lo haya sentido. Ni los amigos de su gente, ni los vecinos de su entorno, ni los cofrades de toda la ciudad, que de una forma o de otra sabían que Maruja era la eterna camarera del Descendimiento.

Ya andaba regular -cosas de la edad- y hacía ya algún tiempo que no andaba por donde siempre; que no se reía como siempre. Un final lento de esos que duelen... y sin querer molestar, lo que tanto le agobió siempre, se marchó el viernes pasado. Un triste adiós. Una repentina sorpresa, no exenta de Gracia de Dios, porque a pesar del puñal... qué alegra saberla ya, amarrada para siempre a las manos juntitas de la Soledad.

Maruja. No hace falta decir más, porque jamás dijeron tanto seis simples letras unidas con el pegamento del corazón.

Adiós Maruja.
¡Qué suerte haberte conocido, y haber podido compartir algún ratito contigo!

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