''¿Merece la pena?'' por Luis Cruz de Sola

05/07/23 Cofrademanía Luis Cruz de Sola

Lo ha dicho mucha gente antes que yo: durante estos últimos cinco o seis siglos, órdenes religiosas casi intocables han desaparecido o están a punto de hacerlo, movimientos religiosos omnipresentes y poderosos no son, siquiera, recordados. Ha habido intentos de hacer desaparecer a las hermandades (hasta algún rey ha querido ser recordado por intentarlo), todos los grupos progres y modernitos de nuestra sociedad han denostado de ellas, no paramos de recibir normas y órdenes, somos el primer bastión de la Iglesia que tiene que aceptar y aguantar caprichos y majaretadas (y no hace falta que diga de quiénes y de dónde vienen).

Y sin embargo seguimos aquí, y desde nuestros continuos errores, nuestra absoluta pequeñez, nuestra supuesta falta de nivel cultural y religioso, nuestro gustos por altares y cultos barrocos, por procesiones con bandas o sin ellas, por costeros y capataces más o menos afortunados, por seguir manteniendo oficios que sin nosotros habrían desaparecido, por intentar darle lo mejor a esos trozos de madera en los que vemos y sentimos a Cristo y a María, y hasta desde nuestra idolatría (como he escuchado decir a alguno de esos grandes pensadores que nos rodean y saben más que nadie), a pesar de todo ello y de mucho más: seguimos creciendo, somos más, y aunque a algunos les fastidie, nos necesitan más que nunca. ¡Qué le vamos a hacer, mire usted! Algo bueno tendremos, digo yo.

Y es que en estos más de quinientos años y en esta tierra, miles y miles de personas hemos accedido a puestos de responsabilidad en una hermandad por cariño a tus titulares, por tradición familiar, porque quieres a tu Hermandad, porque te sientes a gusto con su gente, por obligación moral, porque te lo piden ansiosamente, porque quieres, porque lo necesitas, porque te gusta la cofradía en la calle, por devoción a una imagen, porque te lo pide tu párroco o director espiritual, por sentido de Iglesia, por tener la necesidad de ayudar a otros hermanos, porque no se presenta nadie, por miedo a que la institución decaiga, porque un día te encontraste a un Cristo en una esquina, te apuntaste en la Hermandad y desde entonces vives su día a día, porque quieres sentirte alguien, por dar ejemplo en tu casa, porque casi te obligan, porque vives la hermandad desde niño y crees que es lo normal, porque fundaste una “hermandad pirata” que el tiempo y Dios la han convertido en Hermandad, porque quieres trabajar por tu barrio, porque buscas un trabajo, porque quieres seguir siendo capataz, porque aspiras a ser capataz, porque crees que puedes hacer algo importante, por amor, por cariño, por fe, porque quieres conseguir que tu hermandad vuelva a ser importante, porque, de corazón, sientes y crees que es tu obligación, por… alguna de estas razones y por otras muchas que, seguramente y en algunos casos, serían o serán incomprensibles.

Personajes de postín, personas de nombradía, títulos nobiliarios, grandes prohombres de la ciudad, gente de dinero, gente culta y sabida, se han unido a obreros, trabajadores manuales, gente de clase media, comerciantes, y hasta casi indigentes, para luchar en mayor o menor medida por su Hermandad con trabajo denodado o aportando parte de su patrimonio, olvidándose en muchos casos de su familia y hasta poniendo en riesgo su trabajo, sufriendo muchas penas y tristezas y recibiendo pocas alegrías y muy pocos, poquísimos golpes en la espalda del clero y su jerarquía salvo, claro, que hubiera necesidades “eclesiales” por medio (¿se me entiende?).

Muchos de ellos, o casi todos, han accedido a esos cargos con ilusión, con ganas de trabajar, de dar lo mejor de sí, o lo que han considerado necesario, por su Hermandad, por sus parroquias, por su Diócesis, por su Iglesia sin esperar demasiado o nada a cambio, pero sintiendo que estaban luchando por algo que merecía la pena.

Hoy, quinientos años después, algo seguiremos haciendo mal porque todos quienes nos sentimos o aspiramos a ser cofrades, nos preguntamos si merece la pena seguir la estela de esas decenas de miles de personas que han luchado por su hermandades y las han mantenido vivas con solo la esperanza (qué bellísima palabra) de ser juzgados benignamente el día del juicio final, o ya es hora de, de una vez por todas, dar un paso atrás y que todos esos que nos maldicen, persiguen, acosan o abusan de su poder, se hagan cargo de nuestras hermandades y las hagan desaparecer para que consigan comodidad y tranquilidad. (Es que una hermandad da mucho trabajo. ¿Se me entiende de nuevo?). 

Decía mi padre, refranero él, que “si quieres saber quién es don carguillo, dale un mandillo”. Pues además de a esos enemigos de las hermandades que vemos venir de frente y ya conocemos, tenemos en nuestro seno o en lugares muy cercanos, a muchos “don carguillos” y todos, sin excepción, hipócritas: algunos de ellos, desgraciadamente, se dicen cofrades, otros hablan de amor, piedad, misericordia e incluso lo hacen hasta bien, otros se empeñan en demostrar la importancia de los laicos en la Iglesia, otros…      

Y así estamos, rodeados de “don carguillos”, recibiendo tarascadas sin sentido y en demasiadas ocasiones por niñerías o caprichos, ¿hace falta poner ejemplos? Aguantando que se denigre públicamente a una institución ejemplar y, muchísimo peor, a varias personas por supuestos errores (uno de ellos es de pataleta de niño tonto y mimado). Soportando que te llamen la atención pública sin reparar en sus consecuencias de dolor personal y familiar (y esto dicen que es Iglesia) por un supuesto error que, a pesar de que no dudo que lo sea, cada día vemos que se comete a nuestro alrededor, sin que, que yo sepa, se recrimine a nadie y menos públicamente ¿También hace falta recordar inventos de restauraciones y bendiciones no tan lejanas?

Y lo que es peor de todo, sufriendo un enorme desengaño que será difícil de revertir. No creo mentir si digo que todos, en general, habíamos confiado, y los primeros tiempos así lo certificaban, que las hermandades iban a lograr una seguridad y estabilidad frente a quienes nos denigran desde dentro. Que llegaba alguien que iba a poner las cosas y a algunas personas en sus sitio, pero otra vez más, y van… comprobamos que no, que los de siempre imponen sus criterios, criterios que por cierto ellos no cumplen, olvidándose de virtudes cristianas como respeto, misericordia, compasión, perdón… 

¿De verdad no es maldad hacer público un decreto de castigo a pocos días de unas, se sabía, difíciles elecciones, cuando la persona castigada desaparecía de cualquier cargo, humillándolo y haciéndolo pasar por mala persona (por mucho que después se quiera corregir)? ¿Quién ha sido tan puntilloso como para cometer esa maldad y hacer que nuestro Obispo pierda credibilidad ante la opinión cofrade? ¿La delegación diocesana? ¿El vicario que sea? ¿Uno que pasaba por la calle? ¿Un amigo de un cura con muy mala uva? ¿El amigo del amigo del que va a pasear su perro por los alrededores de la Catedral?

Quien sea, fuera, por favor. A la calle y para siempre, y no lo digo con maldad sino para que vuelva la paz, para que todos entendamos que se puede dirigir desde la sensatez, para que nos riñan y castiguen, cuando así sea necesario, desde la misericordia, para que escuchen nuestras cuitas con el corazón abierto, para que se nos diga que no con razones y no desde el capricho de unos pocos, para frenar nuestros deseos y hasta desenfrenos desde la explicación y el razonamiento y, sobre todo, para que todos sepamos que estamos dirigidos, con errores porque solo Dios no se equivoca, por quien es de verdad y así lo sentimos: padre ¿Merece la pena ser “alguien” en una Hermandad? Que cada uno responda desde sus razones y su conciencia con la esperanza de que ser cofrade no sea permanentemente denigrado por aquellos que, alguna vez, deberían acercarse a nosotros y decirnos desde la verdad que sale del corazón y no desde la continua hipocresía que escuchamos: “Me alegra que estéis aquí. Vamos a trabajar juntos por nuestra Iglesia”.

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