La Muy Noble y Muy Leal ciudad de Jerez de la Frontera cuenta con un lugar especial a las afueras de la ciudad, más allá del viejo arrabal de Santiago, situado en lo alto de un cerro que hay antes de encontrarnos con las tierras albarizas existentes al otro lado del Arroyo de la Loba. Era allí donde los monjes mercedarios, moradores del cercano convento, finalizaban el tradicional Vía Crucis, que comenzaba todos los años en la Alameda Cristina, y en el que realizaban cada una de las estaciones en los trece pilares que ellos mismos levantaron a la vera del camino, siendo la última estación la cruz de piedra que se encontraba en aquel viejo humilladero. Junto a dicho pétreo signo, se erguía tímida y silenciosa la conocida como Capilla del Calvario, por ser aquel lugar el particular “Monte Calvario” de Jerez, llamado así por su orografía y similitud con el verdadero existente en Tierra Santa. La capilla, con la fachada orientada a la salida del sol, miraba de frente hacia la ciudad, bendiciéndola, protegiéndola, tal y como hace a día de hoy y desde 1919 en aquel mismo lugar un monumento en honor al Sagrado Corazón de Jesús. Situada en un cruce de caminos, tenía muy cerca una fuente de un solo caño, construida, tanto la fuente como la capilla, con piedra traída de la cercana cantera de la Sierra de San Cristóbal. El agua de la fuente llegaba a un abrevadero para caballos y bestias, realizado en uno de los muros laterales del templo. Dos centenarios acebuches y una hermosa higuera daban sombra a dicho muro lateral, permitiendo así un lugar ideal para el descanso.
Lugar de paso obligado para jornaleros y trabajadores de la vid, vendedores, tratantes y viajantes que salían de la ciudad o llegaban a ella por aquella zona, y también frecuentado por vecinos de las casas que cercaban el camino desde el viejo barrio jerezano, desde donde a diario subían los más pequeños a jugar y a refrescarse. Se podía decir que sin estar todo el día lleno de gente, tenía su particular trajín de idas y venidas, visitas fugaces la mayoría, aunque algunas eran dirigidas y hechas a conciencia con el propósito de parar allí. Desde hacía unos pocos años, había en la capilla unas imágenes de la Virgen María acompañada del apóstol San Juan y las tres Marías, colocadas todas en el camarín que presidía el altar mayor. La imagen de la Virgen María era una bellísima talla con la advocación de Piedad, titular de la Hermandad que llevaba su nombre y la cual sus Hermanos habían encargado, al ya algo mayor y agotado, pero muy afamado escultor sevillano Ignacio López, afincado en la vecina localidad de El Puerto de Santa María, quien en su formación estuvo muy influenciado por su padre, también escultor, y otros artistas relacionados con su círculo paternal, tales como Alfonso Martínez, Valdés Leal, Alonso de Morales y por último el más célebre escultor de su época, Pedro Roldán.
La Hermandad que también lo era del Cristo del Calvario y del Santo Entierro, alojaba en su interior dos imágenes de Jesucristo, una del Señor Yacente dentro de una bella, sobria y elegante urna de plata de ley de otro artista insigne recientemente fallecido, el orfebre jerezano Juan Laureano de Pina, a los pies de la Santísima Virgen, donde María Salomé y María Cleofás, entre hilos, tijeras y dedal, preparaban con afán y llanto, la mortaja de Cristo, mientras San Juan y María Magdalena intentaban consolar a María dirigiendo sus gestos y miradas; y otra de imagen de Jesucristo, muerto en la cruz, llamado Santísimo Cristo del Calvario, realizada con brazos articulados a imagen y semejanza de la ya por entonces centenaria imagen del Señor Yacente (antiguo y originario Santísimo Cristo del Calvario hasta que le dejaron fijos los brazos, antes articulados, para ser introducido de forma permanente en su urna de plata).
Era aquel un lugar lo suficientemente cercano a los límites de la ciudad como para ser visitado con frecuencia por los propios vecinos de la zona y a la vez lo suficientemente alejado como para generar en sus visitantes un efecto de lugar al que había que llegar para encontrar paz y tranquilidad, sin los bullicios propios de la ciudad, además de otorgarles una posición privilegiada en uno de las colinas más altas que rodeaba Jerez y su campiña.
Cuentan que en aquel lugar privilegiado, en aquella morada santa, la Virgen de la Piedad se fue convirtiendo con el paso de los años en una vecina más de todos, una vecina especial, buena, que escuchaba a todo aquel que con fe y humildad subía al monte Calvario. Postrarse a sus plantas en aquella sencilla capilla calmaba la sed espiritual del visitante, permitía con facilidad tranquilizar sus almas agitadas. Sus Hermanos también contribuyeron a que la bella dolorosa de la Piedad calara un poco más en el corazón de todos los jerezanos, pues ellos se entregaban a destajo en atender muchas de las necesidades que padecían sus gentes, la primera de todas, la de proporcionarles cristiana sepultura a quienes no disponiendo de los medios suficientes habían finalizado sus días en este mundo. Muchas obras de caridad que hacían los Hermanos del Calvario, además de realizar actos de piedad con mucha dignidad y prestancia. Organizaban dos desfiles procesionales en Semana Santa, que eran seguidos con especial devoción y respeto.
Sin duda alguna, uno de los actos que suscitaba mayor expectación era la sin par ceremonia del Descendimiento de Cristo, que se realizaba en la explanada o arenalejo que había junto al templo de Santiago y que se llevaba a cabo en la alboreá del Viernes Santo, ya cercana su recogida. La procesión, con los pasos del Cristo del Calvario y el de la Virgen de la Piedad acompañada del duelo bajo palio había salido a la calle en las horas centrales de la fervorosa Noche de Jesús cuando la Hermandad del Nazareno una vez subía y llegaba a la Capilla del Calvario, tocaba su puerta. Dicho ceremonial se llevaba a cabo una vez situaban los dos pasos de la Hermandad junto a la pared del imponente templo del arrabal, lugar donde con la correspondiente guía y narración de los Padres predicadores, varios sacerdotes vestidos con bordados y ostentosos ropajes recreaban el piadoso acto de descender de la cruz al Santísimo Cristo del Calvario, al son de cantos y plegarias de todos los presentes, y que luego depositaban en el paso de la Santísima Virgen de la Piedad para completar la escena del duelo que aquel extraordinario misterio iconográfico representaba. Horas después, ya siendo la tarde de Viernes Santo, volvían a procesionar los Hermanos del Calvario, esta vez con el paso alegórico del triunfo de la Cruz sobre la muerte, la conocida como “La Chacha”, que no era más que un esqueleto sentado en actitud pensativa, sobre una bola del mundo sujetando una guadaña a los pies del santo madero, con el paso del Santo Entierro y por último con el paso de palio de la Virgen de la Piedad, en esta ocasión sola.
Unos años, aquellos de mediados del siglo XVIII, que aunque no fueron los iniciáticos para aquella corporación que ya por entonces contaba su existencia por siglos (concretamente sus Reglas fundacionales datan de 1547), sí se podía decir que vivía unos años de plena efervescencia y presencia plena tanto en la vida de sus Hermanos como en los corazones del pueblo de Jerez. La llegada de la nueva talla de la imagen de Nuestra Señora de la Piedad, supuso de manera muy especial, el inicio de una devoción, Amor trasvasado de generación en generación hasta nuestros días, y que tiene un anclaje perfecto en un lugar con mucha historia, perfectamente definido e identificable del entramado urbano actual de la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Jerez de la Frontera, el Calvario.
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