Noviembre es un mes tradicionalmente oscuro para muchas cosas, que en Jerez cuenta sin embargo, con el aliciente de ser el mes que alumbra la llegada de las zambombas dedicadas a anteceder la Navidad, algo que además ya se adelanta hasta casi límites tan absurdos, que algún año de estos no nos extrañaría que en el puente del Pilar -en octubre- ya comenzaran a celebrarse.
Pero noviembre es también el mes en el que dedicamos algún rincón de nuestro tiempo, a acordarnos de los fieles difuntos, aquellos que un buen día marcharon de este mundo hacia lo desconocido, dejando tras de sí una estela llena de recuerdos, pero también eternas preguntas encaminadas al futuro que nos puede esperar -o no- después de la muerte. Es como si durante todo el año hubiésemos estado alejados de este tema tabú, para encontrarnos de repente con él, al volver las tardes más cortas, y llegar los primeros fríos del otoño.
Un mes por tanto, para buscar oraciones privadas y ratos de meditación, cumpliendo así con uno de los preceptos básicos de la vida cristiana, aquel que nos pide una súplica constante por el Eterno Descanso de quienes ya nos dejaron, como última de las obras de misericordia espirituales.
Por eso se visten durante estos días las dolorosas de negro, y se procura que todo invite a este encuentro con nuestro pasado, aunque la creencia general de muchos neófitos en la materia, se quede en la hojarasca de los encajes antiguos, y los mantos negros de bordado isabelino. Es una pena, pero es lo que hay.
Ellos se lo pierden.
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