''Un disgusto necesario'' por Francisco Zurita

18/08/19 Cofrademanía Francisco Zurita

Estos días de plácido verano -en lo meteorológico al menos- me he acordado muchas veces de aquel prodigioso sermón que tuve la suerte de escuchar al añorado D. Carlos García Mier hace ya muchos años. Para hacernos comprender  nuestra terca  tendencia a equivocarnos nos recordaba aquel pasaje del Evangelio en el que el niño Jesús se perdió y apareció unos después en el templo  charlando tranquilamente con los doctores de la ley.

Apoyándose en el púlpito con su peculiar e irrepetible estilo, sentenció:

-  ¿Veis? Hasta el niño Jesús se equivocó ese día. ¿Qué necesidad tenía ese niño  de darle a sus padres ese tremendo  disgusto? 

Bien sabía el bueno de D. Carlos que Dios no se  equivoca nunca, pero con esas contundentes  aseveraciones, que a buen seguro el Niño Jesús le susurró al oído, nos convenció de nuestra  debilidad humana y nos infundió el anhelado propósito de equivocarnos menos.  

En nuestro día a día -TODOS- nos equivocamos y -TODOS- fallamos muchas veces aún teniendo la mejor de las intenciones. Quizás la clave para superar esos errores, esté  en dejar nuestro orgullo a un lado y reconocer con toda naturalidad y humildad que nuestra pobre condición humana nos lleva irremediablemente a errar.  

D. Carlos, sabio y santo como era, se reservó para sí la respuesta que dio el joven Jesús a sus atribulados y sorprendidos  padres cuando al fin lo encontraron:

- ¿Acaso no sabíais que tenía que encargarme de los asuntos de mi Padre?

Aquella caravana humana en la que supuestamente iba Jesús  ya se alejaba de Jerusalem y nosotros nos alejamos de Dios con nuestras legítimas pero, muchas veces, ínfimas preocupaciones humanas. Somos nosotros los que, verdaderamente, nos perdemos cuando nos soliviantamos por estériles y fútiles discusiones que no conducen a nada. Perdemos el norte de nuestro verdadero destino pretendiendo encontrar a Dios cuando nos alejamos más de él buscándolo en la caravana de nuestros insaciables y autosuficientes  egos. María, que bien sabía para qué había venido su hijo a este mundo, lo entendió en su corazón y encontró a su hijo, a su Dios,  en Jerusalem,  ese Jerusalem que no vemos pero que está en la sencillez y nobleza que duerme en nuestro interior.

Así tendremos que hacerlo nosotros con nuestras propias vidas para que un día D. Carlos nos explique en el cielo, con su infinita y afable sonrisa, que Dios no se equivocó tampoco en aquella ocasión porque aquel disgusto fue necesario.

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