'Wittgenstein y los Judíos de San Mateo'' por Manuel J. Rodríguez Puerto

01/04/21 Cofrademanía Manuel J. Rodríguez Puerto

Una mañana poco antes del inicio de la Cuaresma, mi madre abrió la ventana, contempló un momento la calle, que preludiaba primavera, y dijo: “Huele a besamanos, huele a Semana Santa”.

En ese momento, yo sentí nostalgia. Porque en los últimos tiempos había acompañado a mis padres a los besamanos dominicales. Y recordé las bóvedas de elegancia ojival, las espadañas recortadas en el azul, el cortejo de trajes oscuros y medallas relucientes, el brillo barroco de la plata, el aroma de la flor, el incienso y la cera, el fervor del barrio en torno a su Hermandad, el júbilo de pasteles en las terrazas, la luz de miel que besa los naranjos al atardecer… Cuaresma mediterránea, Semana Santa barroca, católica, sensual, lejos de las austeridades nórdicas. Ahora esas presencias se han vuelto ausencias, y en las ausencias, en la añoranza de la belleza desplegada, se manifiesta su verdad más profunda; una verdad que se hace tanto más evidente cuanto resulta inexpresable, porque, como escribió Wittgenstein lo místico se muestra, no admite descripción, sólo ser vivido: de lo que no se puede hablar, lo mejor es callar. Sin duda, ante los Judíos de San Mateo, ante el Prendimiento, Wittgenstein habría callado.

Sé que puede sonar casi insultante lamentar esas ausencias en estos momentos en que la maldita epidemia asola nuestra sociedad, pero las tradiciones que ahora faltan importan. En “El violinista en el tejado” su protagonista se pregunta cómo se organiza la vida en su pueblo, Anatevka, y la respuesta está en las tradiciones: son ellas, la vida sería tan inestable como un violinista en el tejado. Al ver la escena, yo suelo sonreír con algo de ironía, porque sé que las tradiciones suelen aherrojar muchas veces los comportamientos humanos, sé que muchas veces son retrógradas y anquilosan actitudes morales; y eso lo muestra precisamente la película, cuando las hijas de Tevye pretenden abandonar el papel al que la tradición las somete.

Y sé que el despliegue de lo humano surge precisamente gracias a la superación de esas tradiciones, de esos anclajes en pasados estragados. Todo esto lo sé perfectamente. Y sin embargo ahora, al recordar el susurro tintineante de la caída de un palio, el cimbreo de una candelería en la noche estremecida, no puedo evitar sentirme un poco violinista en el tejado.

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