A esa hora de la tarde en la que el azahar enamora a visitantes y a extraños -las cinco y media-, la puerta de la Iglesia de la Victoria escuchó el golpe seco y rotundo de dos nazarenos de la primera hermandad jerezana que tiene la suerte de embadurnar los adoquines de goterones de cera. Era la forma que Jerez tenia de abrirle la puerta a la Semana Santa más bonita del mundo. Los primeros nazarenos guardando anonimatos, las primeras estampitas entregadas de manera cariñosa, los primeros dolores de espalda esperando a la primera cruz de guía,… y el primer izquierdo del año -ese que se vivió bajo el dintel de la casa de la Soledad-, forman parte del recuerdo y de la nostalgia de una tarde que se vistió de fiesta para aplaudir a los primeros rezos más allá de los confines de nuestras fronteras.
Luego vino la emoción, las lágrimas, el asombro ante el estreno del nuevo discípulo del lavatorio de pies que en su profunda mirada de traidor, lleva la penitencia de ser eterno. Una imagen diferente para una hermandad diferente, muy alejada de los gustos costumbristas que se dan bajo estos cielos jerezanos, pero que guarda un halo de misterio que nos hace preguntarnos si treinta monedas son pago suficiente para saldar las dudas que generan nuestras sombras. Aunque si de miradas tenemos que hablar, estas fueron especiales cuando la corporación pisó la que es su casa, su génesis, su por qué, ese sanatorio de San Juan Grande que se persignó tras las ventanas y que santiguó plegarias en torno a pequeñas bufandas y algún que otro abrigo, pues ya el viento de la tarde se estaba acomodando en los costados y en los riñones.
Los sones de la Agrupación Musical San Juan aliviaron el trabajo de los hombres de Jesús Sánchez Lineros al deambular por su barrio de referencia, y definieron el camino a seguir para alcanzar la Alameda Cristina, lugar donde el pueblo de Jerez esperaba al Señor de mirada hospitalaria para citarse con su bondad. Y una vez que el campanil de San Juan de Letrán se volteó en bienvenidas, y una vez leídas las preces, y una vez que la Virgen del Traspaso volvió a susurrarle a su hijo secretos inconfesables, los nazarenos de color crema y antifaz burdeos pusieron rumbo de nuevo a su transitoria morada de la Victoria. Una iglesia que acogió el final de este pequeño aperitivo una vez superada la media noche, y que dejó un buen sabor de boca en todos los que comenzamos a desembalar este pequeño regalo que la primavera nos hizo en forma de cofradía en la calle.
Sin duda alguna, la Pasión del Hijo de Dios en esta tierra de albarizas y campanarios no pudo tener mejor víspera y estreno. Enhorabuena.
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