Este humilde santo, que tomó por sobrenombre «Juan Pecador» dando gloria a Dios y a la Iglesia con su vida, nació en Carmona, Sevilla, España, el 6 de marzo de 1546. Cristóbal, su padre, era herrero y murió cuando él tenía once años dejando a su familia con bienes suficientes para vivir holgadamente. Su madre Isabel al enviudar contrajo nuevo matrimonio con un hombre bueno que trató siempre al muchacho de forma considerada. Su vinculación a la parroquia de san Pedro como «niño de coro» ya había dejado una cierta huella en él, aunque desestimó entonces la vía sacerdotal, como le propusieron.
Pasó por un periodo de reflexión de cuatro años en Sevilla comprobando que ser pañero no era lo suyo, pese a que gozó de la alta estima del propietario del comercio que hubiera querido mantenerlo junto a él. Su madre le reclamó y sin querer desprenderse de este hijo singular puso a su alcance telas para que comerciara con ellas por las calles de la localidad, pero todo fue en vano. En su interior se había ido abriendo paso una imparable vocación. Y no se lo pensó: abandonó a su familia, el negocio, y vivió retirado en la ermita de Santa Olalla, en Marchena, localidad colindante a su ciudad natal, en intensa oración de la que extrajo la clara determinación que marcaría su existencia.
No tuvo dudas de que Dios le llamaba para entregarse a Él plenamente, y después de mendigar para asistir a los pobres, renunció al matrimonio y se vistió con un humilde hábito, adoptando como apellido el de «pecador» que vinculó a su nombre. La atención a un matrimonio de ancianos desvalidos que encontró en estado de abandono, a quienes llevó a su habitación y para los que pidió limosna, le hizo comprender que esa era la vía apostólica que debía seguir. Fue el inicio de un camino sembrado de obras de misericordia.
Dios le señaló Jerez de la Frontera para continuar sirviendo a los necesitados y enfermos. Tenía 19 años cuando partió a esta ciudad. Y allí Juan Pecador, como otro san Juan de Dios, a quien no conocía en ese momento, recogió en 1565 a los primeros enfermos abandonados y pedía limosna para paliar las carencias de los pobres. Entre tanto, frecuentaba la iglesia de los padres franciscanos recibiendo consejo espiritual de uno de los frailes. Y en ese corazón oceánico, forjado por una intensa vida de oración y su indeclinable fe en la divina Providencia, calaron las sugerencias de uno de los frailes que le señalaba a los pobres como objeto concreto de su caridad. De modo que Juan acogió a las mujeres descarriadas, a las que colocaba en hogares cristianos, a los prófugos, presos de la Cárcel Real, y a cualquier persona necesitada.
Un día se le apareció Cristo llagado y le marcó la senda de los enfermos. Entonces se hizo cargo de un pequeño hospital de los Remedios acogiendo enfermos convalecientes e incurables. Eran tantas las necesidades que apreciaba que quiso fundar otro hospital, aunque las numerosas dificultades que le salieron al paso le impidieron materializar el proyecto y aceptó la oferta del hospital de Sebastián que le cedió dos enfermerías.
Pronto Jerez se encariñó con él al ver su heroica entrega, fruto de su fecunda vida interior. Su actuación durante la epidemia de 1574 es memorable. Angustiado al ver a tantos enfermos por las calles sin poder recibir asistencia, urgió a las autoridades locales que se la procuraran. Y viendo que no podía dar abasto a tanta necesidad, con la venia de la Hermandad de San Juan de Letrán, en 1572 fundó su propio hospital en un terreno que le cedieron, con expresa dedicación a Nuestra Señora de la Candelaria. Ese año, y como había tenido noticias de la labor que llevaba a cabo en Granada Juan de Dios, visitó la Institución creada por él y se unió a ella, acogiéndose a sus reglas que aplicó en su hospital y que consiguió que después fuese transferido a la orden Hospitalaria de San Juan de Dios en la que profesó recibiendo el hábito en 1576. Otro tanto hicieron los compañeros que le ayudaban. A partir de entonces extendió su radio de acción benéfica a otras localidades gaditanas con nuevas fundaciones en Medina Sidonia, Puerto de Santa María, Sanlúcar de Barrameda, Arcos de la Frontera y Villamartín.
Fue un excepcional maestro de novicios a los que formaba con la palabra y el testimonio: dormía en el suelo, era sumamente frugal en la comida, y dedicaba casi todas las horas del día a la oración y a la caridad. Sanaba el cuerpo y el alma. A todos abría las puertas de par en par ejercitando de manera sublime todas las obras de misericordia.
Pero la asistencia que se procuraba en Jerez a los enfermos que no tenían recursos dejaba mucho que desear. Además, las autoridades decidieron suprimir hospitales, entre los que se hallaba también el de Juan. Y entonces confeccionó un informe preciso (Memorial) consignando la actividad que ellos llevaban a cabo en estos términos: «con diligencia, cuidado y mucha caridad, haciéndose muy buena obra y servicio a Dios nuestro Señor, porque él y sus hermanos de hábito son hombres virtuosos y profesan esta caridad de curar los pobres enfermos». Lo redactó a instancias del arzobispo de Sevilla, cardenal Rodrigo de Castro, quien preocupado por esta determinación de las autoridades le había encargado esa misión. Con todo el dolor de su corazón, y dando muestras de virtud, Juan Grande afrontó la reducción hospitalaria prevista, ofreciendo a Dios sus contrariedades y sufrimientos. Seguramente le consoló también la presencia de su madre que pasó junto a él los últimos años de su vida.
En 1600 se desencadenó en Jerez una virulenta epidemia de peste. Contagiado por ella, el santo murió el 3 de junio de ese año mártir de la caridad. Pío IX lo beatificó el 13 de noviembre de 1853. Juan Pablo II lo canonizó el 2 de junio de 1996. En 1986 había sido proclamado patrón de la diócesis de Jerez de la Frontera.
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